Bajo nuestro cielo

Muchas de las personas que viven en grandes ciudades seguramente no se han dado cuenta de que en las últimas décadas nos ha estado afectando un gran problema. No se trata de crisis económicas ni de males sociales, sino de un efecto provocado por la dispersión de la luz emitida por fuentes artificiales sobre los gases y partículas que se encuentran suspendidas en la atmósfera.

El fenómeno de contaminación luminosa es ignorado o subestimado por aquellos que conquistan un terreno sin respetar los entornos naturales.

Quienes hayan sentido la curiosidad de observar el cielo nocturno desde el interior o la periferia de una ciudad, por pequeña que sea, ha sufrido las consecuencias del desvío de los haces de luz de las luminarias públicas. Ese remanente de claridad en las zonas urbanas nos impide apreciar a simple vista los eventos astronómicos que ocurren en las cercanías de nuestro planeta.

¿Qué ocurre entonces? ¿Están desapareciendo las estrellas de nuestro cielo? En sentido figurado se podria decir que sí, aunque muchas personas desconocen que el problema es aún mayor.

Existen cientos de miles de especies que realizan sus funciones vitales de noche. De lo contrario, morirían. La contaminación luminosa atenta contra esa flora y fauna nocturna, alterando sus hábitas naturales. Al reducirse estas comunidades, ocurre un desequilibrio en la cadena alimenticia del ecosistema afectado.

El exceso de iluminación de las carreteras o la incorrecta posición de sus luminarias puede ocasionar deslumbramientos en los conductores de vehículos -excluyendo las consecuencias del resplandor de las luces de automóviles que circulan en la vía contraria o la que refleja el espejo retrovisor.

Existen distintos procesos químicos en los que la corriente eléctrica activa determinados gases o sustancias, produciendo luz y calor. De esta forma se logra una iluminación artificial por medio de dispositivos diseñados especialmente para ello, como las lámparas incandescentes y fluorescentes.

La mayor parte de las luminarias instaladas en lugares públicos utilizan gases y sustancias que, en presencia de la corriente eléctrica, sufren determinados procesos químicos, liberando luz y calor. De esta forma se logra una iluminación artificial por medio de dispositivos diseñados especialmente para ello, como las lámparas incandescentes y las fluorescentes.

El uso de sustancias altamente contaminantes como el mercurio y los halógenos metálicos para este tipo de iluminación, provoca daños indirectos en el medioambiente. Tanto en el proceso de fabricación como en el de reciclaje, siempre quedan residuos nocivos que pueden causar desastres ecológicos en los alrededores de las zonas industriales.

Además, los niveles de contaminación lumínica son proporcionalmente directos al derroche energético, otro gran problema del mundo actual. Mientras más luz se irradie fuera de la zona a alumbrar o por encima de la horizontal -debido al mal diseño o la posición incorrecta en las luminarias exteriores- mayor gasto de electricidad por invertir energía en alumbrar donde no es necesario.

Es importante la selección apropiada del tipo de lámpara a utilizar para las áreas que se deben iluminar, teniendo en cuenta su rendimiento espectral y consumo de lumens por Watt (lm/W).

A medida que aumenta la magnitud de este fenómeno por la acción despreocupada de las personas, empresas y compañías que tienen bajo su responsabilidad la ubicación de bombillas o reflectores afuera de los hogares e instalaciones, empeora el daño al medioambiente, la intrusión lumínica, la inseguridad vial, el derroche energético y la pérdida de la oscuridad natural del cielo nocturno.

A pesar de esto, muy pocas personas, organizaciones y Estados han mostrado interés alguno en darle solución a este problema que se incrementa con el tiempo.

No obstante, se han realizado serios estudios sobre el tema algunas cátedras e institutos estrechamente relacionados con la astronomía. Sólo se han puesto en práctica legislaciones y medidas para regular la contaminación lumínica en áreas cercanas a los mayores observatorios astronómico del mundo, ubicados en Islas Canarias (España), La Serena (Chile) e Islas Hawaii (EE.UU.), por citar los casos más destacados.

La mayor parte de estos reglamentos obligan a evitar la emisión directa de luz hacia el cielo mediante luminarias correctamente cubiertas y sin inclinación. También advierten sobre la iluminación en el rango no visible para el ojo humano (fuera de los 350 a los 760 nm), como ocurre en las bombillas de vapor de mercurio que emiten rayos ultravioletas, que afectan considerablemente los resultados de los estudios radioastronómicos, y cuando radian en ondas por debajo de los 310 nm pueden causar daños a los seres vivos.

En las regiones donde se han aplicado estas medidas, el significativo ahorro energético ha permitido utilizar ese dinero para realizar nuevas inversiones en los observatorios astronómicos cercanos o en otros proyectos.

La solución de los problemas que derivan de la contaminación luminosa no está en comenzar a vivir a oscuras. Se trata de la reducción de los flujos de luz artificial emitidos hacia el cielo. Seamos mucho más celosos y ahorrativos con las fuentes de energía agotables. La protección del medio ambiente terrestre -que hasta ahora es el único que tenemos- permitirá entregarle a nuestros hijos y nietos el grandioso espectáculo de poder contemplar las estrellas en nuestro cielo.

2 notas:

Alejandro Cuba Ruiz dijo...

A principios de diciembre de 2004 escribí este artículo, como parte de una investigación que estaba llevando a cabo junto al grupo de aficionados ProAstronomía Habana.

Por aquel entonces se publicó en una web -que ya no existe. Tras algunos arreglos de edición, lo reproduzco aquí en el blog.

Alejandro Cuba Ruiz dijo...

El título original del artículo era "¿Qué le está sucediendo a nuestro cielo?"