El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
Y desde un rincón de la isla, en un apartamento donde apenas cabe el baño, inclinó el catalejo para contornearse sobre el humo de barcos recortados. Primero muestran su casco y luego, desde el otro horizonte, vuelven a desaparecer.
Al divisar tierras lejanas, cuyo nombre aún no sabe pronunciar, cientos de personas le ofrecen una ruta. El joven, seguro de sí mismo, traza dos líneas sin fronteras con rumbo a su destino.
Allá existe el espacio. Se descubre un clima diferente, lo que en el mundo de los dogmas todos logran ocultar. Le es permitido leer con un lápiz en la mano, esbozar comentarios. Establecer sus propias reglas. Dejar huellas por todos lados, no olvidar sus impresiones y sentir el susurro de criterios ajenos.
Pero esta vez, antes de avistar el sitio, alguien tapa con un dedo el lente. El joven despierta a los ciento veintisiete segundos de su sueño. Será muy difícil regresar.
Sin embargo no sufre. Tiene la ventaja de conocer ese mundo. Y una vez que logre estar de vuelta, no tardará en encontrar su lugar.
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